"Las caricias"


Aun en un trémulo recuerdo
Las caricias en mi piel hirientes
Me desgarran decumbentes
Mientras sola me pierdo

No se si entre céfiros gimientes
El dorado rocio de tu aliento
Aun susurre mi nombre insensato
Invocando nuestras noches ardientes.

Nuestra entrega en un beso eterno
Como nuestro amor infinito cual majetuoso cielo
Pero aún vivo en el sueño sempiterno

En nuestras manos vivirá el tacto
Como una grieta en el alma
Tributo a las caricias de nuestro pasado

lunes, 27 de septiembre de 2010

Macbeth - Shakespeare

"La vie n'est qu'une ombre qui passe, un pauvre acteur

Qui s'agite et parade une heure, sur la scène,

Puis on ne l'entend plus. C'est un récit

Plein de bruit, de fureur, qu'un idiot raconte

Et qui n'a pas de sens."

lunes, 12 de julio de 2010

Santa Sabina | El angel

Sin sentidos...



"Porque tal vez cuando vuelvas será tarde ya

y palpitará en mis suspiros un nuevo amor"

domingo, 11 de julio de 2010

Creep - Radiohead


When you were here before

couldn't look you in the eye
you're just like an angel
your skin makes me cry
you float like a feather
in a beautiful world
i wish i was special
you're so fuckin' special
but i'm a creep, i'm a weirdo.
what the hell am i doing here?
i don't belong here.
I don't care if it hurts
i want to have control
i want a perfect body
i want a perfect soul
i want you to notice
when i'm not around
you're so fuckin' special
i wish i was special
But i'm a creep, i'm a weirdo.
what the hell am i doing here?
i don't belong here.
She's running out again,
she's running out
she's run run run running out...
Whatever makes you happy
whatever you want
you're so fuckin' special
i wish i was special...
But i'm a creep, i'm a weirdo,
what the hell am i doing here?
i don't belong here.
i don't belong here.

Tan solo silencio...


Pudiste con tus manos
Mis entrañas haber desangrado
Vaciando los despojos
De este corazón amado

Pudiste matarme aquella noche
En que tus labios dijeron te amo
Para que no me reproche
Estas lágrimas que derramo

Me enamore mortal y fría
Me enamore llama y niebla
Pero solo tengo miseria
En este ser que tiembla

¿Estas ahí? O siempre has sido un sueño
Una ilusión que se quiebra como hoja seca de otoño
Volviéndose polvo entre las manos
En mis días ahora tan ancianos

¿Estas ahi? O solo mi alma que trata de encontrar lo que no existe
O un reflejo febril de mi mente silenciosa
O solo eres este vacío triste
De mi añoranza llorosa

Pudiste responder tan solo
Si una ilusión vacía guardaba tu nombre
Pronunciarlo sin dolo
Para no sentir esta podredumbre

Mátame mil veces
Mata este cuerpo tan tuyo
Mata el vientre de venusteces
Los senos al compás de tu arrullo

Pudiste volverme tan solo
Fino polvo del ansia fallida
Al comprobarle al que late sin vida
Que se enamoró de una ilusión mórbida

Pudiste susurrar en silencio
Que eras un espejismo
Para que yo en mi abismo
Marchara al mausoleo de cencio

domingo, 27 de junio de 2010

Sonic Youth-Bull in the heather

viernes, 11 de junio de 2010

For Tristán

"Donde more eternamente nuestro amor ahi estará mi corazón"

lunes, 10 de mayo de 2010

FN

"El que lucha con monstruos ha de tener cuidado de no convertirse, también en monstruo.


Cuando estás mucho tiempo mirando hacia un abismo, este términa mirando también tu interior"



-Friedrich Nietzsche

viernes, 9 de abril de 2010

Amor


Mujer, yo hubiera sido tu hijo, por beberte
la leche de los senos como de un manantial,
por mirarte y sentirte a mi lado, y tenerte
en la risa de oro y la voz de cristal.
Por sentirte en mis venas como Dios en los ríos
y adorarte en los tristes huesos de polvo y cal,
porque tu ser pasara sin pena al lado mío
y saliera en la estrofa limpio de todo mal.

¡Cómo sabría amarte, mujer cómo sabría
amarte, amarte como nadie supo jamás!
Morir y todavía
amarte más.
Y todavía
amarte más.

Pablo Neruda

viernes, 19 de marzo de 2010

Insomnia

"Somos efímeros tan solo una huella en la arena "
¿Cuál es tu huella?

viernes, 12 de marzo de 2010

Quizás


Largas horas de tiempo hubiese pasado mirando tu rostro, contemplando cada línea que contornea tu ser , memorizando tu aroma, tu esencia , los recovecos que conforman lo que eres.

Quizás tus ojos me habrían descubierto al despertar mirándote, amándote y agradeciendo a la vida por tenerte a mi lado, bendiciendo mi suerte por decirte mío.

Tal vez entonces hubieses descubierto la magnitud de mi amor, y una cascada de caricias hubiesen resultado de ese descubrimiento.

Quizás hubiésemos viajado y buscado mil formas de entregarnos nuestra mutua pasión en cada país y en cada sitio o en el medio de transporte.

Un hotel en Paris, una playa antorchas junto al mar a la luz de la luna, en la cocina, en el baño de un avión, en el camarote de un barco, en el piso de la estancia.

Quizás nuestros trabajos y proyectos nos habrían alejado ocupando nuestro tiempo, pero al llegar a la cama sin importar los desvelos dormir abrazados.

Mis muñecas rodeándote acompasando nuestra respiración transmitiéndonos calor, con la certeza de una mirada de saber que a pesar de todo nuestro cariño estaría intocable, invulnerable, sin necesidad de decirlo.

Quizás en mis labios habrías descubierto el amor verdadero, el amor de tu vida, el inicio de la felicidad, la llamada alma gemela.

Despertar en navidades con mi abdomen en tu espalda mientras una luz pateara dentro de mí, una perfecta unión de lo que somos juntos.

Quizás con varios tesoros en mi vientre, que hubiese portado dichosa de poder decir nuestros hijos, reconfortada y orgullosa de que fueras tú el padre, llenándolos de amor, cariño y sabiduría, entregándoles en cada palabra lo que soy uniendo con su existencia nuestro amor.

Hacer el amor por las noches sin que los niños se enteren, y las locuras de los aniversarios, los problemas del día a día siendo tan dichosa de sostener tus penas y alegrar tus mañanas, de recordar tu aliento y lo que te hiciera estremecer.

Quizás habríamos tenido infinidad de crisis y dudas pero también momentos por los que valiera tanto la pena vivir y saber de nuestra mutua pertenencia.

Ser el remanso de agua cristalina en el caudal de mi vida, lejos del mundo, lejos de las preocupaciones.

Quizás las dificultades de los que ahora fuesen nuestros frutos ya más maduros nos habrían alejado para terminar descubriendo que solo podríamos funcionar como equipo lado a lado.

Ver crecer el ave y volar con sus alas para podernos tomar de la mano y caminar por el sendero henchidos de orgullo por haber hecho lo correcto.

Quizás ver correr a los nietos y aburrirles con viejas historias, cultivar nuestros vicios y dormir sin angustias disfrutando solamente cada instante.

De viejos hubiese andado con tiento al volver el tiempo mi caminar despacio y sin embargo… sin embargo nos reiríamos de nuestras dolencias y recordaríamos los tiempos añejos, los tiempos de gloria, de juventud, de enfados y caprichos que ahora nos parecerían tan tontos.

Quizás de ancianos hubiese muerto a tu lado en nuestro lecho como dos árboles con sus raíces tan unidas que mueren juntos, porque a veces y solo a veces cuando un amor es tan grande no se puede estar separados ni siquiera en la muerte.

Los cuerpos se pudren, las almas son eternas, el amor es inmortal. Tal vez de lo que hubiese sido no hay huella.

Quizás…

lunes, 8 de marzo de 2010

Vida mia











Diáfana y amada vida mía te debo la voz, los ojos y hasta el alma invencible
Eterna luz naciente tú que has logrado romper esta capa de dolor
Caminabas solo y ahora estaré a tu lado como una brisa invisible
Te prometo llenar tu vida con matices de otro color

Darte fuerzas para caminar entre las sombras y no morir jamás
Cuando estés llorando solo una tristeza que no comprendas
Llenarte de calma y tomarte en mis brazos para cesar tus lágrimas
Y amarte siempre para que nunca más desciendas

Abrazar tu alma de suspiro en la que busco escrito mi nombre
Con mis manos suaves que necesitan prodigarte de dulces caricias
Admirarte en el ocaso y en la cumbre
Querer infinitamente aun la más lúgubre de tus sonrisas

Mantener en tu corazón fulgores que nunca se extingan
Besarte con tanto amor que no encuentres néctar más dulce en el mundo
Regalarte todo mi ser para animar tus ansias a que nunca se rindan
Adorarte eternamente con este cariño tan profundo

sábado, 27 de febrero de 2010

Las huellas - Ximena Sariñana


Las huellas que quedaron son solo espinillas
Y no tengo que crear la misma semilla
No tengo por qué cederte
Yo no quiero pedirte nada
Solo pon tus labios sobre mi espalda
Amarte duele
Amarte duele

Ni el obscuro del pavimento
Ni lo limpio de los suelos
Quita tu verruga que llevo dentro
No tengo por qué cederte
Yo sin ti ya no siento nada
Rómpeme en cachitos bajo la almohada
Amarte duele
Amarte duele
Te duele, me duele...

jueves, 25 de febrero de 2010

Llegaste a mi


Como una mariposa al salir de su capullo
Me siento feliz de tener tu arrullo
De extender mis alas para volar
Sabiendo que estas conmigo y me harás soñar

Como una gota de roció
Has llegado a mi vida para decirte mío
Como un bello amanecer
Que ilumina todo mi ser

Llegaste en medio de mi soledad
Cuando mi esperanza se había vuelto eternidad
Ahora te has llevado mis suspiros
Ahora embotas todos mis sentidos

Te pertenezco como las olas al mar
En ti yo quiero soñar
Acariciaste mi alma con tus palabras
Sacando mi sonrisa de las sombras

Aunque el sol deje de brillar
Contigo me voy a quedar
Y no importa lo que pase alrededor
Porque estando juntos solo existirá el amor

My Dreams




And I find it kind of funny



I find it kind of sad



The dreams in which



I'm dying are the best I've ever had ...




miércoles, 24 de febrero de 2010

Delirios...


Acrósticos Fugaces...

Delirar

Días y noches en pena
Esperando el olvido
Llorando mi triste condena
Ignorando mi corazón herido
Roída mi alma de gangrena
Adiós suspiro perdido
Ruin delirio en la arena

Soga

Sobre mi piel de cisne al cuello
Orlas en mis vestidos
Grises mis lágrimas roto el sello
A la muerte y los olvidos

Imágen

Iridiscente tu mirada
Mil perlas tu sonrisa
Ángel de tés amada
Gozos escritos en la brisa
Entre tu cabellera dorada
No olvidare tu caricia


Sonetos malditos


Madre

Muchas noches en tu regazo
En mi recuerdo tu voz
Arropada en un abrazo
Sonriendome veloz

Tu fértil vientre
El pecho que amamanto
Oh! amada madre
De corazón tan bello y santo

Te amo a raudales
Mas alla de la razón
Tus cuidados angelicales

El amor que me profeso
Tus eseñanzas y besos
La sabiduria que siempre rezo

El Minotauro

Mucho tiempo el suspiro
En aquel fuerte pecho
Los ojos de zafiro
Y el recuerdo maltrecho

Los cuernos altivos
El feroz bufido
Llorando los olvidos
De aquel perfume engreído

Triste minotauro
De tan crueles placeres
Perdiste el tesauro

La piel entre mieles
De aquella mujer tan frágil
De intenciones tan crueles



viernes, 19 de febrero de 2010

A la vida
















Más allá de las garras del cuervo

Que mi roto cuerpo ha desangrado

De mis sueños que solo conservo

Mi mirada que de bondad e colmado


Debo decirte amada vida agradezco

Las caricias que al viento me diste

la piel que al tacto del húmedo pasto

de escalofríos inocuos dejaste


La arena que en mis dedos se esfumo

La piel voluptuosa de un amante

Que en sus mieles el amor consumo

Dejando mi aliento anhelante


Un suave beso que mi candidez robo

La mano que tocaba entre si mi cuerpo

En contorsiones de puro arrobo

Llevándome al placer perfecto


La lluvia que de temblores mi piel inundo

Su calor que avivaba mi ser

Nuestros cuerpos unidos en fruto fecundo

La lagrima que me dejaba vencer


El cielo que mí mirada lleno

La estrella que ilumino mis ojos

Las albas que tornaron mi espíritu pleno

La luna hermosa que me lleno de arrojos


Su vista de nuestros amores unidos

Los lagos de azules vaivenes

Los bosques de cobres sombríos

La vida llena de bienes


El canto armonioso del ave

El sonido de su risa en mi mente

El ruido mudo del aire

El bramido del mar imponente


Su esencia esplendorosa

Perfume de vagos recuerdos

El olor de la rosa

El dulce aroma de pinos y cedros


El jugo del fruto maduro

El sabor de sus labios

El paladar de vino puro

Gusto de tiempos más sabios


Amada vida de ti me e enamorado

Amada vida de tan preciosos placeres

Aun cuando termine mi viaje sos lo más anhelado


Amada vida aun cuando sufra un dolor profundo

Amada vida milagro sublime

Gozare de ti cada segundo


Amada vida a la que aun en mi tormento me aferro

Amada vida aun cuando me vaya al destierro

Siempre dire ¡que hermosa eres!


Pasión
















Artera y vana pasión
Por la que mi vientre ardiente agoniza
Me has dado una falsa ilusión
Convirtiéndome en un haz de ceniza

Aferrando mí seno a tu pecho
En un profuso mar de piel
Amante vacía que vive al acecho
Cual puta que solo besa con hiel

En mis piernas siento tu caudal espumoso
Pero tu amor es cruel, mentiroso
Y al saberte como animal malvado y gozoso
Sufro por no poder apartarme en sollozos

Vacía y sola me encuentro
Sin rumbo y sin vida
Sintiéndome envilecida
Por esta pasión que me mata por dentro

Parábolas de un corazón destrozado

Bendito el hades que me acoge bajo su sombra para poder llorar todo lo que siento, porque aquí en la tierra de los muertos solo encuentro el consuelo de saberme cerca de ti , y así a los pies de tu tumba puedes saber de mi gran desolación, el cielo de grises melancolías matiza con su belleza mi agónica orfandad, ya no vivo , no respiro porque desde que te fuiste has llevado a mi alma de la mano a acompañarte en tu difícil camino, porque desde que te fuiste mi ser murió en tu último latido , aun recuerdo tu mirada y los besos pródigos que me hacían estremecer , aun recuerdo tus labios pálidos cuando en tu sudario te vi por última vez , mientras sabia que la muerte se había apoderado de ti , pero ahora todo negro es , cada lagrima derramada te pertenece igual que un día fue tuya mi alma entera, mi cuerpo entero , mi carne , mi sangre y mi felicidad , pero ahora solo me queda la soledad , mi corazón se partió en mil pedazos del mas fino cristal y me maldigo por seguir viva mientras tu duermes por siempre en medio del campo del olvido.

La gente me mira con lastima sin saber lo que siento pero no te pienso abandonar dormiré aquí a tu lado como siempre debió ser mírame aquí sobre tu tumba sin saber que hacer, y cada suspiro es un puñal que me desangra por dentro, no puedo mas, no quiero seguir a pesar de saber que en mis entrañas crece el fruto de nuestro amor, ¿como podre mirarlo sin encontrar en sus ojos los tuyos? , ¿Como podre mirarlo sin encontrar en su sonrisa la tuya? , ¿Como? dímelo por favor.

La lluvia cae torrencial en gruesas gotas consuelo divino de que entienden mi desesperación no importa ya nada importa , y siento como el agua resbala por mi piel tan fría paralizando mis sentidos , erizándome la piel , maldiciéndome de saberme viva

Siempre recordaré nuestro último amanecer juntos , sentir tu cuerpo a mi lado tibio, tu rostro dulce y la noche en que sellamos nuestro pacto de amor en esa fusión, en esa gloria infinita que me daba tu pasión ahora solo me queda mi dolor , mi dolor......


Maldita



















Maldita mil veces maldita
Por amarte con tanta pasión
Que desde el fondo mi corazón grita
Por esta fatal ilusión

Porque te amo como la tormenta
Con tanta fuerza que me hace llorar
Este amor que tu boca alimenta
Con sus palabras que me hacen vibrar

Maldita como un rojo horizonte
Se tiñe de negro al ocaso
Para abrir los ojos jadeante
Y sentir en tu ausencia el fracaso

Maldita con mi alma rota
Con mis ojos tristes cegados al fin
Que piden a la muerte una línea corta
Para muerta no seguirte a ningún confín

Maldita por saberte mío
Pero con tu amor tan lejos de mi
A pesar de que mi cariño es como un rio
De lava ardiente que vive por ti

Maldita porque con tu partida
Un sudario mi espíritu tendrá
Y mi corazón cristalizado y sin vida
Ni un latido mas ya dará

Maldita porque sin ti estoy perdida
Muerta en vida me quedare
Estando en mi pensamiento hundida
Mas aun así siempre te recordare

Recordare los días de felicidad
Y una lagrima negra surcara mi mejilla
Viviendo ahora en mi eterna soledad
En un sueño amargo que será mi buhardilla

Epitafio

"Ici gît Cely
qui fut de son vivant
la plus belle du monde"

Soy



Soy hermosa ¡oh dios mío!
Con la juventud que corona mi frente
Con mi pecho aun altivo
De blancor nacarado, de belleza indecente

Con mis piernas de grácil marfil
Con mi piel suave cual seda fina
En este bello semblante en mi dulce perfil
Estos ojos de transparencia cristalina

Estos ojos de castañas tempestades
Como grandes espejos de oscura intención
Mis labios rojos cual sangre que el Hades
Desde el erebo contemplo en una visión

*Poema inspirado y dedicado a Charles Baudelaire

Renacer



















Renacer como una hoja en el viento
Como un suspiro de aliento

Renacer como las flores en primavera
Para comenzar una nueva era

Renacer como gotas de lluvia
Como agua que nada enturbia

Renacer como el latido que no muere
Como un beso que tanto se quiere

Renacer en la arena del mar
Deseando volver a volar

Veneno







La conocí en medio de aquella noche sin luna cubierta de una capa negra muy larga con sus labios morados por el frío, su blanquísima piel, y sus rojos cabellos, un hilo de sangre resbalaba de su boca. Estaba ahí , tan hermosa , tan bella, tan muerta , o al menos es creí mientras la miraba tirada en el piso .Me incline a mirarte y abriste tus ojos claros, tus ojos de zafiro, de esmeralda , apagados y tristes , te mire y profane tu cuerpo mil veces con mi mirada mientras recorrías con tus manos mi rostro , desee mil veces hacerte mía pero en el momento en que mi mano se empezaba a deslizar por tus piernas desnudas te mire y fue cuando comprendí lo que estaba apunto de hacer , me contuve te tendí mi mano y tu la tomaste , ese fue el primer contacto que tuve con tu piel y nunca lo e olvidado ni siquiera ahora que te tengo muerta entre mis brazos mientras yo también perezco feliz de estar por siempre a tu lado .

Pensé en llevarla a algún lugar donde pudieran curarla pero ella me hizo ver que a donde fuera el la perseguiría, el te odiaba ¿no es así nena? te odiaba por no ser suya por no poder alardear de ser tu dueño; fue entonces cuando comprendí quien eras tu. Y entonces fue cuando prometí que la ayudaría y ya vez que e cumplido al grado de regalarte mi propia vida, pero antes de irnos el pago su deuda amor mío nunca mas podría , golpearte , ni tocarte, por que los muertos no hacen esas cosas ¿verdad nena?.

Te protegí hasta el final vivía por ti porque mi vida era miserable, tu le regalabas tu calor, ella era el rayo de luz en mi inmensa oscuridad, mi ángel perverso.
Me devolvió la vida de la misma forma que ahora me la quita y yo te amo por eso pero los dos sabíamos que en cuanto se descubriera la verdad todo acabaría porque el era demasiado poderoso para que su ausencia pasara inadvertida, finalmente le hice un favor aunque el no supiera jamás disfrutar lo hermoso del final. Sufrió y mucho a lo mejor le gustaba el dolor como a nosotros dos .Pago con su sangre cada lagrima que te hizo derramar, pero no me arrepiento de lo que e hecho y aunque así fuera, sabes bien que no teníamos elección

Ahora recuerdo su mirada cruel, te deseaba pero yo te libere de el, ahora sabes la verdad, todos saben la verdad de nuestro amor que el no pudo destruir por que cuando dos almas como las nuestras se convierten en una sola nada las puede separar ni el tiempo, ni el espacio. Ven dame la mano acaricia mi alma, bésame otra vez. No importa, nada importa
Y entonces vi caer su sangre entre mis dedos y mi corazón latió con la fuerza de mil hierros ardientes enterrándose en mi pecho , me desangraba de dolor y me perdía en mis propios estertores agónicos ,estertores de muerte en el paroxismo del dolor ;mi alma se mecía suavemente por el arrullo de mi próxima partida , el dolor me cegaba y me inundaba profundamente con una oleada de profunda felicidad entre mas me acercaba al umbral de la muerte mas dichoso me sentía porque al fin podría reunirme con mi espíritu gemelo al fin podía convertirme en un solo ser con la eternidad , un grano de arena en el mar .Su mirada atravesaría mi invisibilidad ,mas allá del infinito. Deseaba sentir el frío beso de la muerte apoderarse de todo mi ser, entregarle mis sangrantes entrañas, mis párpados delgados, mi imperfecto cuerpo como un tributo. Deseaba sentir el veneno entre mis venas donde debería haber sangre, recordé sus labios rojos y sus etéreos ojos, su última sonrisa antes de sentirse muerta, nos morimos juntos, juntos con tu mano entrelazada a la mía. Dulces sueños.


La femme défendue

Me gustaba bailar para ti , me gustaba sentirme en tu regazo y tu pecho desnudo por donde paseaban mis manos traviesas , me gustaba ser tuya y dominarte a la vez si yo era malvada , si disfrutaba con tu dolor haciéndote sufrir pero te amaba por encima de todo, a mi manera pero lo hacia, me susurrabas al oído la femme défendue y lo era tan de todos y a la vez sin un verdadero amor

Rogabas por mi fidelidad y yo me reía de ti diciéndote que mi cariño no tenia dueño así como mis ansias nocturnas de encontrar en un nuevo hombre una nueva pasión, pero nada te importaba si se trataba de que estuviera contigo que te encendiera con mi sudor , con mis ardientes caricias y este aliento mío que te hacia estremecer

¿Porque te quejas ahora de sentirte destruido?, ¿porque te quejas ahora de saberte desvalido?, ¡basta! no quiero mas lloriqueos compórtate como hombre , si nunca tuviste dignidad ¿de que te quejas ahora?, estuve contigo esta ultima vez, ¿te das cuenta como siempre pude hacer de ti lo que se me antojaba?, ahora se me antoja que me estorbas, te tuve en mis zarpas y te pude poseer cuando quise pero estoy cansada de ti y de tu estúpido amor, debiste aprender a compartirme , debiste entender que era demasiada mujer para ti , eso te sacas por querer domarme , por no entender que la que manda soy yo . Pronto llegara la policía, tengo que escapar, me pongo un poco de labial rojo y paso por encima de ti

"Si me dejas me mato " dijiste y ya ves como te bates de tu sangre, siempre fuiste un cobarde pero reconozco tu valor al jalar del gatillo, ¿sabes que es lo peor? que lo hiciste por mi y ni siquiera me importa, lastima no volveré a sentir tus manos recorriendo mi cuerpo


¿Que será de ti?



















¿Que será de ti?
Cuando tus ojos se empañen de llanto
Cuando en sus brazos no encuentres encanto
Cuando añores mis labios amantes
Cuando me sepas de ti tan distante

¿Que será de ti?
De sentirme perdida
De no verme a tu lado dormida
De encontrar tu vida vacía
De soñarme cada minuto del día

¿Que será de ti?
Cuando necesites mi ternura
Cuando te llenes todo de amargura
Cuando lamentes haberme perdido
Cuando temas te lleve al olvido

¿Que será de ti?
De volver a mi lado abatido
De haber perdido el sentido
De posarte ante mi rendido
De llorar mi desprecio engreído

Sera de ti la nada

Ayer

Ayer le pregunte a la aurora si había visto mi lucero

Y la aurora me respondió: lo vi en tus sueños mientras le decías te quiero
Ayer le pregunte a una nube si había visto a la mitad de mi alma
Y la nube me respondió: lo vi mientras a su lado estabas llena de calma
Ayer le pregunte al cielo si sabia del porque te adoro
Y el cielo me respondió: porque no hay en este mundo mas grande tesoro
Ayer le pregunte a la muerte si sabia donde estaba mi alegría
Y la muerte me respondió: en cada instante cerca de el al día
Ayer le pregunte a la luna si había visto mi felicidad
Y la luna me respondió: a su lado mientras exista la eternidad

Te busque




















Te busque bajo el cielo estrellado
Te busque con un ángel alado
Te busque en un suspiro
Te busque en un aliento
Te busque en un quejido
que mi alma no pudo evitar

Te busque en un soneto
Te busque en una ola
Te busque en una sombra
Te busque en cada instante
Te busque dulce amante
Sin poderte encontrar

¿Donde estas suspiro?
¿Donde estas aliento?
¿Te encontrare en el viento?
Pero sin importar el tiempo

Siempre sabré que te busque

Ahi estaré




















Si todos te dan la espalda
Ahí estaré
Si te duele el alma
Ahí estaré
Si tu vida se torna brumosa
Ahí estaré
Si necesitas mi mirada ardorosa
Ahí estaré
Si te han abandonado
Ahí estaré
Si te sientes traicionado
Ahí estaré
Si tus días son rosados
Ahí estaré
Si tus días son soleados
Ahí estaré
Si tienes dudas de mi cariño
Ahí estaré
Si te ríes como un niño
Ahí estaré
Si lloras de alegría
Ahí estaré
Si sufres de agonía
Ahí estaré

Siempre ahí estaré

La libélula

Mamita no llores, mama no me veas así, ¿que no te das cuenta que Miranda esta parada junto a ti? , ¿Porque no puedes verla?

Miranda no te vayas por favor eres mi única amiga y yo no te e echo nada malo ¿es por culpa de mi mama? , Miranda vamos a jugar, me divertía mucho contigo por las tardes al llegar de la escuela cuando jugábamos en el jardín, era muy emocionante ay grandes sapos como piedras viscosas que se mueven y la fuente en la que a veces nos poníamos a jugar cuando nadie nos veía.

Júrame que volverás ¿que es lo que tienes en las manos? que hermoso animal es esa libélula, ¿volverás cuando ella cruce el cielo? te esperare Miranda te lo prometo pero ahora mi mama me obliga a irme de aquí

Mama ¿adonde vamos? es la iglesia verde a la que vamos todos los domingos, me gusta es muy grande y al fondo junto al atrio ay una puerta que da al pequeño patio donde están los columpios

¿Porque papa esta tan serio? no lo entiendo ¡oh! ese es el padre , me simpatiza ese señor siempre me sonríe y una vez me regalo una paleta de chocolate que sabia deliciosa ¡waw! vamos a los cuartos que hay en el corredor , nunca había entrado en esta parte de la iglesia. Mi primo Pedro siempre decía que aquí solo vivían los padres y que cuando estaban aquí no usaban esa ropa rara con la que siempre los ve uno y tenia razón porque hoy el padre viste como cualquier señor de esos que se detienen a leer el periódico en una banquita del parque.

Extraño mucho a Pedro era mi mejor amigo aunque a veces cuando jugábamos a las luchas el me ganara, que pena que se peleara con Miranda, cuando el se fue al cielo solo me quede con ella , aunque Miranda me dijo que se reconciliaron y lo llevo a jugar a un bonito lugar

Por la señal de la santa cruz......

Déjenme en paz no quiero me arde mucho la frente desde que el padre me hizo una crucecita con agua, ¡No quiero! siento una opresión en el pecho ¿como que es por mi bien? que no ven como me siento

¡Miranda ayúdame, Miranda ven por mi! llévame contigo como te llevaste a Pedro, la habitación esta temblando, tengo sueño, mucho sueño, todo oscurece........

Abro los ojos ya es tarde y descubro que me encuentro en el jardín de mi casa, el cielo se ve rojo, ahí esta Pancho mi sapo, que raro no me acuerdo que estaba haciendo antes de venir aquí, tengo hambre tal vez entre a pedirle a mi madre que me prepare un emparedado pero será después tengo el presentimiento de que pronto llegara Miranda, es tan linda con sus pecas y su carita, me gusta demasiado aunque ay muchas cosas raras sobre ella.

Algo vuela por el cielo no se que es pero me da un poco de miedo , busco en mis bolsillos si tengo algo que aventarle pero solo encuentro los aretes de mi mama que están manchados de algo raro, en el piso veo una gran roca y ya me siento listo para aventarla cuando descubro una gran libélula verde y brillante es muy bonita con sus alas tornasol que se encuentra posada en las tejas del techo , una mano toma la mía esta helada volteo y ahí esta Miranda que me sonríe y me dice que me vaya con ella , que me llevara con Pedro para que los tres sigamos jugando.

Pero pienso que extrañare mucho a mis padres, ella me da un beso, mi primer beso, todo desaparece muy despacio.....

El último deseo


















Lilas blancas como en un camposanto
en torno de mis sienes florecieron,
y pronto invadirán todo el cabello
enmarcando la frente ya marchita.

Mi sol descolorido que declina
al fin se perderá en el horizonte,
y en la colina fúnebre, a lo lejos,
contemplo la morada que me espera.

Deja al menos que caiga de tus labios
sobre mis labios un tardío beso,
para que así una vez esté en mi tumba,
en paz el corazón pueda dormir.

Théophile Gautier

Reversibilidad

Ángel pleno de gozo, ¿sabes lo que es la angustia,
la verguenza, el remordimiento, los dolores

de esas terribles noches cuyos vagos terrores

el corazón oprimen como una seda mustia?

Ángel pleno de gozo, ¿sabes lo que es la angustia?


Ángel de bondad pleno, ¿conoces la crueldad

y los puños crispados, las lágrimas de hiel,

si la venganza, dueña de su infernal papel,
se hace la capitana de nuestra voluntad?
Ángel de bondad pleno, ¿conoces la crueldad?

Ángel de salud pleno, ¿conoces tú la fiebre
de aquellos que entre muros de un horroroso hospicio,
como los desterrados, o los hijos del vicio ,
buscan el sol y beben el más amargo pebre?

Ángel de salud pleno, ¿conoces tú la fiebre?


Ángel de beldad lleno, ¿sabes de las arrugas

y el miedo a la vejez, el odioso tormento

de leer en los ojos el negro pensamiento
de quien todos los bienes y bellezas conjugas?
Ángel de beldad lleno, ¿sabes de las arrugas?

Ángel pleno de dichas y alegres luminarias,

¡David muriente habría la salud demandado

a las emanaciones de tu cuerpo encantado!

Pero de ti no imploro yo más que tus plegarias ¡
Ángel pleno de dicha y alegres luminarias!


Charles Baudelaire

So that Robert remembers




















Te recuerdo caida en mis brazos
llorando por la muerte de tu corazón
estabas blanca como la cal tan delicada en el frio
estabas siempre tan perdida en la oscuridad
te recuerdo tal y como solias ser dulce ahogada
eras angelical mucho mas que todo
oh , abrazame una ultima vez y marchate en silencio
abro mis ojos pero nunca veo nada

Pictures of you

El Aparecido




















Como un angel de fiera pupila
Volvere hasta tu alcoba tranquila
Y sabre deslizarme sin ruido
Y llegar a tu cuerpo dormido

En la sombra e de darte ¡Oh, mi bruna!
Besos frios igual que la luna
Y caricias de sierpe ondulante
Que una fosa rondara reptante

Cuando al alba despiertes de frio
Encontrando mi sitio vacio
Nopodrás recobrar el calor

Si algun dia te di mi ternura
En tu vida de alegre hermosura
Quiero ahora reinar por terror

Charles Baudelaire

La muerta enamorada - Théophile Gautier



Me preguntas, hermano, si he amado; sí. Es una historia singular y terrible, y, a pesar de mis sesenta y seis años, apenas me atrevo a remover las cenizas de este recuerdo. No quiero negarte nada, pero no referiría una historia semejante a otra persona menos experimentada que tú. Se trata de acontecimientos tan extraordinarios que apenas puedo creer que hayan sucedido. Fui, durante más de tres años, el juguete de una ilusión singular y diabólica. Yo, un pobre cura rural, he llevado todas las noches en sueños (quiera Dios que fuera un sueño) una vida de condenado, una vida mundana y de Sardanápalo. Una sola mirada demasiado complaciente a una mujer pudo causar la perdición de mi alma; pero, con la ayuda de Dios y de mi santo patrón, pude desterrar al malvado espíritu que se había apoderado de mí. Mi vida se había complicado con una vida nocturna completamente diferente. Durante el día yo era un sacerdote del Señor, casto, ocupado en la oración y en las cosas santas. Durante la noche, en el momento en que cerraba los ojos, me convertía en un joven caballero, experto en mujeres, perros y caballos, jugador de dados, bebedor y blasfemo. Y cuando, al llegar el alba, me despertaba, me parecía lo contrario, que me dormía y soñaba que era sacerdote. Me han quedado recuerdos de objetos y palabras de esta vida sonámbula, de los que no puedo defenderme y, a pesar de no haber salido nunca de mi parroquia, se diría al oírme que soy más bien un hombre que lo ha probado todo, y que, desengañado del mundo, ha entrado en religión queriendo terminar en el seno de Dios días tan agitados, que un humilde seminarista que ha envejecido en una ignorada casa de cura, en medio del bosque y sin ninguna relación con las cosas del siglo.


Sí, he amado como no ha amado nadie en el mundo, con un amor insensato y violento, tan violento que me asombra que no haya hecho estallar mi corazón. ¡Oh, qué noches! ¡Qué noches!


Desde mi más tierna infancia había sentido la vocación del sacerdocio; también fueron dirigidos en este sentido todos mis estudios, y mi vida, hasta los veinticuatro años, no fue otra cosa que un largo noviciado. Con los estudios de teología terminados, pasé sucesivamente por todas las órdenes menores, y mis superiores me juzgaron digno, a pesar de mi juventud, de alcanzar el último y terrible grado. El día de mi ordenación fue fijado para la semana de Pascua.


Jamás había andado por el mundo. El mundo era para mí el recinto del colegio y del seminario. Sabía vagamente que existía algo que se llamaba mujer, pero no me paraba a pensarlo: mi inocencia era perfecta. Sólo veía a mi madre, anciana y enferma, dos veces al año, y ésta era toda mi relación con el exterior.


No lamentaba nada, no sentía la más mínima duda ante este compromiso irrevocable; estaba lleno de alegría y de impaciencia. Jamás novia alguna contó las horas con tan febril ardor; no dormía, soñaba que cantaba misa. ¡Ser sacerdote! No había en el mundo nada más hermoso: hubiera rechazado ser rey o poeta. Mi ambición no iba más allá.
Digo esto para mostrar cómo lo que me sucedió no debió sucederme y cómo fui víctima de tan inexplicable fascinación.


Llegado el gran día caminaba hacia la iglesia tan ligero que me parecía estar sostenido en el aire, o tener alas en los hombros. Me creía un ángel, y me extrañaba la fisonomía sombría y preocupada de mis compañeros, pues éramos varios. Había pasado la noche en oración, y mi estado casi rozaba el éxtasis. El obispo, un anciano venerable, me parecía Dios Padre inclinado en su eternidad, y podía ver el cielo a través de las bóvedas del templo.


Conoces los detalles de esta ceremonia: la bendición, la comunión bajo las dos especies, la unción de las palmas de las manos con el aceite de los catecúmenos y, finalmente, el santo sacrificio ofrecido al unísono con el obispo. No me detendré en esto. ¡Oh, qué razón tiene Job, y cuán imprudente es aquel que no llega a un pacto con sus ojos! Levanté casualmente mi cabeza, que hasta entonces había tenido inclinada, y vi ante mí, tan cerca que habría podido tocarla -aunque en realidad estuviera a bastante distancia y al otro lado de la balaustrada-, a una mujer joven de una extraordinaria belleza y vestida con un esplendor real. Fue como si se me cayeran las escamas de las pupilas. Experimenté la sensación de un ciego que recuperara súbitamente la vista. El obispo, radiante, se apagó de repente, los cirios palidecieron en sus candelabros de oro como las estrellas al amanecer, y en toda la iglesia se hizo una completa oscuridad. La encantadora criatura destacaba en ese sombrío fondo como una presencia angelical; parecía estar llena de luz, luz que no recibía, sino que derramaba a su alrededor.


Bajé los párpados, decidido a no levantarlos de nuevo, para apartarme de la influencia de los objetos, pues me distraía cada vez más, y apenas sabía lo que hacía.


Un minuto después volví a abrir los ojos, pues a través de mis párpados la veía relucir con los colores del prisma en una penumbra púrpura, como cuando se ha mirado al sol. ¡Ah, qué hermosa era! Cuando los más grandes pintores, persiguiendo en el cielo la belleza ideal, trajeron a la tierra el divino retrato de la Madonna, ni siquiera vislumbraron esta fabulosa realidad. Ni los versos del poeta ni la paleta del pintor pueden dar idea. Era bastante alta, con un talle y un porte de diosa; sus cabellos, de un rubio claro, se separaban en la frente, y caían sobre sus sienes como dos ríos de oro; parecía una reina con su diadema; su frente, de una blancura azulada y transparente, se abría amplia y serena sobre los arcos de las pestañas negras, singularidad que contrastaba con las pupilas verde mar de una vivacidad y un brillo insostenibles. ¡Qué ojos! Con un destello decidían el destino de un hombre; tenían una vida, una transparencia, un ardor, una humedad brillante que jamás había visto en ojos humanos; lanzaban rayos como flechas dirigidas a mi corazón. No sé si la llama que los iluminaba venía del cielo o del infierno, pero ciertamente venía de uno o de otro. Esta mujer era un ángel o un demonio, quizá las dos cosas, no había nacido del costado de Eva, la madre común. Sus dientes eran perlas de Oriente que brillaban en su roja sonrisa, y a cada gesto de su boca se formaban pequeños hoyuelos en el satén rosa de sus adorables mejillas. Su nariz era de una finura y de un orgullo regios, y revelaba su noble origen. En la piel brillante de sus hombros semidesnudos jugaban piedras de ágata y unas rubias perlas, de color semejante al de su cuello, que caían sobre su pecho. De vez en cuando levantaba la cabeza con un movimiento ondulante de culebra o de pavo real que hacía estremecer el cuello de encaje bordado que la envolvía como una red de plata.


Llevaba un traje de terciopelo nacarado de cuyas amplias mangas de armiño salían unas manos patricias, infinitamente delicadas. Sus dedos, largos y torneados, eran de una transparencia tan ideal que dejaban pasar la luz como los de la aurora.


Tengo estos detalles tan presentes como si fueran de ayer, y aunque estaba profundamente turbado nada escapó a mis ojos; ni siquiera el más pequeño detalle: el lunar en la barbilla, el imperceptible vello en las comisuras de los labios, el terciopelo de su frente, la sombra temblorosa de las pestañas sobre las mejillas, captaba el más ligero matiz con una sorprendente lucidez.


Mientras la miraba sentía abrirse en mí puertas hasta ahora cerradas; tragaluces antes obstruidos dejaban entrever perspectivas desconocidas; la vida me parecía diferente, acababa de nacer a un nuevo orden de ideas. Una escalofriante angustia me atenazaba el corazón; cada minuto transcurrido me parecía un segundo y un siglo. Sin embargo, la ceremonia avanzaba, y yo me encontraba lejos del mundo, cuya entrada cerraban con furia mis nuevos deseos. Dije sí, cuando quería decir no, cuando todo mi ser se revolvía y protestaba contra la violencia que mi lengua hacía a mi alma: una fuerza oculta me arrancaba a mi pesar las palabras de la garganta. Quizá por este motivo tantas jóvenes llegan al altar con el firme propósito de rechazar clamorosamente al esposo que les imponen y ninguna lleva a cabo su plan. Por esta razón, sin duda, tantas novicias toman el velo aunque decididas a destrozarlo en el momento de pronunciar sus votos. Uno no se atreve a provocar tal escándalo ni a decepcionar a tantas personas; todas las voluntades, todas las miradas pesan sobre uno como una losa de plomo; además, todo está tan cuidadosamente preparado, las medidas tomadas con antelación de una forma tan visiblemente irrevocable, que el pensamiento cede ante el peso de los hechos y sucumbe por completo.


La mirada de la hermosa desconocida cambiaba de expresión según transcurría la ceremonia. Tierna y acariciadora al principio, adoptó un aire desdeñoso y disgustado, como de no haber sido comprendida.
Hice un esfuerzo capaz de arrancar montañas para gritar que yo no quería ser sacerdote, sin conseguir nada; mi lengua estaba pegada al paladar y me fue imposible traducir mi voluntad en el más mínimo gesto negativo. Aunque despierto, mi estado era semejante al de una pesadilla en que se quiere gritar una palabra de la que nuestra vida depende sin obtener resultado alguno.


Ella pareció darse cuenta de mi martirio y, como para animarme, me lanzó una mirada llena de divinas promesas. Sus ojos eran un poema en el que cada mirada era un canto.


Me decía:
-Si quieres ser mío te haré más dichoso que el mismo Dios en su paraíso; los ángeles te envidiarán. Rompe ese fúnebre sudario con que vas a cubrirte, yo soy la belleza, la juventud, la vida; ven a mí, seremos el amor. ¿Qué podría ofrecerte Yahvé como compensación? Nuestra vida discurrirá como un sueño y será un beso eterno.


"Derrama el vino de ese cáliz y serás libre, te llevaré a islas desconocidas, dormirás apoyado en mi seno en un lecho de oro macizo bajo un dosel de plata. Te amo y quiero arrebatarte a tu Dios ante quien tantos corazones nobles derraman un amor que nunca llega hasta él."


Me parecía oír estas palabras con un ritmo y una dulzura infinita; su mirada tenía música, y las frases que me enviaban sus ojos resonaban en el fondo de mi corazón como si una boca invisible las hubiera susurrado en mi alma. Me encontraba dispuesto a renunciar a Dios y, sin embargo, mi corazón realizaba maquinalmente las formalidades de la ceremonia. La hermosa mujer me lanzó una segunda mirada tan suplicante, tan desesperada, que me atravesaron el corazón cuchillas afiladas, y sentí en el pecho más puñales que la Dolorosa.


Todo terminó. Ya era sacerdote.


Jamás fisonomía humana manifestó una angustia tan desgarradora; la joven que ve morir a su novio súbitamente junto a ella, la madre junto a la cuna vacía de su hijo, Eva sentada en el umbral del paraíso, el avaro que encuentra una piedra en el lugar de su tesoro, y el poeta que deja caer al fuego el único manuscrito de su más bella obra, no muestran un aire tan aterrado e inconsolable. La sangre abandonó su rostro encantador, que se volvió blanco como el mármol; sus hermosos brazos cayeron a lo largo de su cuerpo como si sus músculos se hubieran relajado y se apoyó en una columna, pues desfallecían sus piernas. Yo me dirigí vacilante hacia la puerta de la iglesia, lívido, con la frente inundada de sudor más sangrante que el del Calvario. Me ahogaba. Las bóvedas caían sobre mis hombros y me parecía como si sostuviera sólo yo con mi cabeza todo el peso de la cúpula.


Al franquear el umbral una mano se apoderó bruscamente de la mía, ¡una mano de mujer! Jamás había tocado otra. Era fría como la piel de una serpiente y me dejó una huella ardiente como la marca de un hierro al rojo vivo. Era ella.


-¡Infeliz, infeliz! ¿Qué has hecho? -me susurró. Luego desapareció entre la multitud.


El anciano obispo pasó a mi lado; me miró severamente. Mi comportamiento era de lo más extraño, palidecía, enrojecía, me encontraba turbado. Uno de mis compañeros se apiadó de mí y me llevó con él; hubiera sido incapaz de encontrar solo el camino del seminario. A la vuelta de una esquina, mientras el joven sacerdote miraba hacia otro lado, un paje vestido de manera extraña se me acercó y, sin detenerse, me entregó un portafolios rematado en oro, indicándome que lo ocultara; lo deslicé en mi manga y lo tuve guardado hasta que me quedé solo en mi celda. Hice saltar el broche; sólo había dos hojas con estas palabras: "Clarimonda, en el palacio Concini." Como yo no estaba entonces al corriente de las cosas de la vida, no conocía a Clarimonde, a pesar de su celebridad, e ignoraba por completo dónde se encontraba el palacio Concini. Hice mil conjeturas tan extravagantes unas como otras, pero con tal de volver a verla, me importaba bastante poco que pudiera ser gran dama o cortesana.


Este amor, nacido hacía bien poco, se había enraizado de forma indestructible. De tan imposible como me parecía, ni siquiera pensaba en intentar arrancarlo. Esta mujer se había apoderado de mí por completo, tan sólo una mirada suya había bastado para transformarme; me había insinuado su voluntad; y ya no vivía en mí, sino en ella y para ella. Hacía mil extravagancias, besaba mi mano donde ella me había cogido y repetía su nombre durante horas. Sólo con cerrar los ojos la veía con la misma claridad que si estuviera ante mí y me repetía las mismas palabras que ella me dijo en el pórtico de la iglesia: "Infeliz, infeliz, ¿qué has hecho?". Comprendía todo el horror de mi situación y el carácter fúnebre y terrible del estado que acababa de profesar se revelaba ante mí. Ser sacerdote, es decir, castidad, no amar, no distinguir ni edad ni sexo, apartarse de la belleza, arrancarse los ojos, arrastrarse en la sombra helada de un claustro o de una iglesia, ver sólo moribundos, velar cadáveres desconocidos y llevar sobre sí el duelo de la negra sotana con el fin de convertir la túnica en un manto para el propio féretro.
Y sentía mi vida como un lago interior que crece y se desborda; la sangre me latía con fuerza en las arterias; mi juventud, tanto tiempo reprimida, estallaba de golpe, como el áloe que tarda cien años en florecer y se abre con la fuerza de un trueno.


¿Cómo hacer para ver de nuevo a Clarimonde? No tenía pretextos para salir del seminario, no conocía a nadie en la ciudad; ni siquiera permanecería allí por más tiempo, pues sólo esperaba a que me designasen la parroquia que debía ocupar. Intenté arrancar los barrotes de la ventana, pero la altura era horrible, y sin escalera era impensable. Además, sólo podría bajar de noche y ¿cómo conducirme en el inextricable laberinto de calles? Estas dificultades -que no serían nada para otros- eran inmensas para mí, pobre seminarista recién enamorado, sin experiencia, sin dinero y sin ropa.


"¡Ah! -me decía a mí mismo en mi ceguera-, si no hubiera sido sacerdote habría podido verla todos los días, habría sido su amante, su esposo; en vez de estar cubierto con mi triste sudario, tendría ropas de seda y terciopelo, cadenas de oro, una espada y plumas como los jóvenes y hermosos caballeros. Mis cabellos, deshonrados por la tonsura, jugarían alrededor de mi cuello, formando ondeantes rizos. Tendría un lustroso bigote y sería un valiente. Pero, una hora ante el altar, unas pocas palabras apenas articuladas, me separaban para siempre de entre los vivos, ¡y yo mismo había sellado la losa de mi tumba, había corrido el cerrojo de mi prisión!"


Me asomé a la ventana. El cielo estaba maravillosamente azul, los árboles se habían vestido de primavera; la naturaleza hacía gala de una irónica alegría. La plaza estaba llena de gente; unos iban, otros venían. Galanes y hermosas jovencitas iban en parejas hacia el jardín y los cenadores. Grupos de amigos pasaban cantando canciones de borrachos. Había un movimiento, una vida, una animación que aumentaba penosamente mi duelo y mi soledad. Una madre joven jugaba con su hijo en el umbral de la casa. Le besaba su boquita rosa perlada de gotas de leche, y le hacía arrumacos con mil divinas puerilidades que sólo las madres saben hacer. El padre, de pie, a una cierta distancia, sonreía dulcemente ante esta encantadora escena, y sus brazos cruzados estrechaban su alegría contra el corazón. No pude soportar este espectáculo; cerré la ventana y me eché en la cama con un odio y una envidia espantosa en el corazón, mordiendo mis dedos y la manta como un tigre con hambre de tres días.


No sé cuántos días permanecí de este modo; pero al volverme en un furioso espasmo vi al padre Serapion, de pie en la habitación, observándome atentamente. Me avergoncé de mí mismo y, hundiendo la cabeza en mi pecho, me cubrí el rostro con las manos.


-Romualdo, amigo mío -me dijo Serapion después de algunos minutos de silencio-, te sucede algo extraño; ¡tu conducta es verdaderamente inexplicable! Tú, tan sosegado y tan dulce, te revuelves ahora como un animal furioso. Ten cuidado, hermano, y no escuches las sugerencias del diablo; el espíritu maligno, irritado por tu eterna consagración al Señor, te acecha como un lobo rapaz, e intenta un último esfuerzo para atraerte a él. En vez de dejarte abatir, mi querido Romualdo, hazte una coraza de oración, un escudo de mortificación y combate valientemente al enemigo: lo vencerás. La virtud necesita de la tentación, y el oro sale más fino del crisol. No te asustes ni te desanimes. Las almas mejor guardadas y las más firmes han tenido estos momentos. Ora, ayuna, medita y se alejará el malvado espíritu.


El discurso del padre Serapion me hizo volver en mí y me tranquilicé.
-Venía a anunciarte que te ha sido asignada la parroquia de C**: El sacerdote que la ocupaba acaba de morir, y el obispo me ha encargado que te instale allí. Prepárate para mañana.


Respondí afirmativamente con la cabeza y el padre se retiró. Abrí el misal y comencé a leer oraciones; pero pronto las líneas se tornaron confusas bajo mis ojos. Las ideas se enmarañaron en mi cerebro, y el libro se deslizó de entre mis manos sin darme cuenta.


¡Partir mañana sin haberla visto!, ¡añadir otro imposible más a todos los que ya había entre nosotros!, ¡perder para siempre la esperanza de encontrarla a menos que sucediera un milagro!, ¿escribirle?, ¿y a través de quién haría llegar mi carta? Con el carácter sagrado de mi estado, ¿a quién podría abrir mi corazón? ¿en quién confiar? Fui presa de una terrible ansiedad. Además, me venía a la memoria lo que el padre Serapion me acababa de decir de los artificios del diablo: lo extraño de la aventura, la belleza sobrenatural de Clarimonda, el destello fosforescente de sus ojos, la ardiente huella de su mano, la turbación en que me había hundido, el cambio repentino que se había operado en mí, mi piedad desvanecida en un instante; todo ello demostraba claramente la presencia del diablo, y la mano satinada no era sino el guante con que cubría sus garras. Estos pensamientos me sumieron en un gran temor, recogí el misal que había caído de mis rodillas al suelo y volví a mis oraciones.


A la mañana siguiente, Serapion vino a recogerme. Dos mulas cargadas con nuestro equipaje esperaban a la puerta. Él montó una, y yo, mejor o peor, la otra. Mientras recorríamos las calles de la ciudad miraba todas las ventanas y balcones por si veía a Clarimonda; pero era demasiado temprano, y la ciudad aún no había abierto los ojos. Mi mirada intentaba atravesar los estores y cortinas de los palacios ante los que pasábamos. Serapion, sin duda, atribuía esta curiosidad a la admiración que me causaba la belleza de la arquitectura, pues aminoraba el paso de su montura para darme tiempo de ver. Por fin llegamos a la puerta de la ciudad y empezamos a subir la colina. Cuando llegué a la cima me volví para mirar una vez más el lugar donde vivía Clarimonde. La sombra de una nube cubría por completo la ciudad; los tejados azules y rojos se confundían en un semitono general donde flotaban, aquí y allá, los humos de la mañana, como blancos copos de espuma. Gracias a un singular efecto óptico se dibujaba, rubio y dorado, bajo un rayo único de luz, un edificio que sobrepasaba en altura a las construcciones vecinas, hundidas por completo en el vaho; aunque estaba a más de una legua, parecía muy cercano. Podían distinguirse los más mínimos detalles, las torres, las azoteas, las ventanas e incluso las veletas con cola de milano.


-¿Qué palacio es ese que veo allá a lo lejos iluminado por un rayo de sol? -le pregunté a Serapion.


Puso la mano por encima de sus ojos y cuando lo vio me contestó:


-Es el antiguo palacio que el príncipe Concini regaló a la cortesana Clarimonde; allí suceden cosas horribles.


En ese instante -aún no sé si fue realidad o ilusión- creí ver cómo en la terraza se deslizaba una silueta blanca y esbelta que brilló un segundo y se apagó. ¡Era Clarimonde!


¡Oh! ¿Sabía ella entonces que, desde lo alto de este amargo camino que me separaba de ella, yo no descendería nunca más? ¿Que, ardiente e inquieto, yo no apartaba mis ojos del palacio que habitaba y al que un insignificante juego de luz parecía acercarme como para invitarme a entrar y ser su dueño? Sin duda lo sabía, pues su alma estaba demasiado ligada a la mía como para sentir el menor estremecimiento, y esta sensación la había impulsado a subir a la terraza, envuelta en sus velos, en el helado rocío de la mañana.


La sombra se apoderó del palacio, y todo fue un océano inmóvil de tejados y cumbres donde sólo se distinguía una ondulación montuosa. Serapion arreó a su mula, cuyo paso siguió la mía enseguida, y un recodo del camino me arrebató para siempre la ciudad de S**, pues no volvería nunca.


Al cabo de tres días de camino a través de campos tristes vislumbramos a través de los árboles el gallo del campanario de la iglesia donde debía servir. Después de recorrer calles tortuosas flanqueadas por chozas y cercados llegamos ante la fachada, que no se caracterizaba por su grandeza. Una terraza adornada con algunas nervaduras y dos o tres pilares del mismo gres toscamente tallados, tejas y contrafuertes del mismo gres que los pilares, esto era todo. A la izquierda, el cementerio con la hierba crecida y una gran cruz de hierro en medio; a la derecha y a la sombra de la iglesia, la casa parroquial. Era una casa de una sencillez extrema y de una desolada pulcritud. Entramos. Algunas gallinas picoteaban unos pocos granos de avena; acostumbradas como estaban a la negra sotana de los curas, no se espantaron con nuestra presencia y apenas se apartaron para dejarnos pasar. Se oyó un ladrido ronco y áspero, y vimos aparecer un perro viejo. Era el perro de mi antecesor. Tenía los ojos apagados, el pelo gris y todos los síntomas de la mayor vejez que un perro puede alcanzar. Lo acaricié suavemente y se puso a caminar junto a mí lleno de una indecible satisfacción. Vino también a nuestro encuentro una mujer muy vieja que había sido el ama de llaves del anciano cura, quien después de conducirme a una habitación de la planta baja me preguntó si había pensado despedirla. Le respondí que me quedaría con ella, con ella y con el perro, asimismo con las gallinas y con todos los muebles que su amo le había dejado al morir, cosa que la llenó de alegría, una vez que el padre Serapion le pagó en el momento el dinero que quería a cambio.


Cuando estuve instalado, el padre Serapion volvió al seminario. De forma que me quedé solo y sin otro apoyo que yo mismo. La idea de Clarimonde comenzó de nuevo a obsesionarme, y aunque me esforzaba en apartarla de mí, no siempre lo conseguía. Una tarde, paseando por mi jardín entre los caminos bordeados de boj, me pareció ver a través de los arbustos una silueta de mujer que seguía todos mis movimientos, y vi brillar entre las hojas dos pupilas verde mar; pero era sólo una ilusión, pues al pasar al otro lado encontré la huella de un pie tan pequeño que parecía de un niño. El jardín estaba rodeado por murallas muy altas, inspeccioné todos los recodos y rincones y no había nadie. Jamás pude explicarme este hecho, que no fue nada comparado con las cosas extrañas que me habían de suceder. Durante un año viví cumpliendo con exactitud todos los deberes correspondientes a mi estado, orando, ayunando y socorriendo enfermos, dando limosnas hasta privarme de lo más indispensable. Pero sentía en mi interior una profunda aridez y la fuente de la gracia estaba seca para mí. No podía gozar de la felicidad que da el cumplimiento de una misión santa. Mi pensamiento estaba en otra parte, y las palabras de Clarimonde me volvían a los labios como un estribillo que se repite involuntariamente. ¡Oh hermano, medita bien esto! Por haber mirado solamente una vez a una mujer, por una falta aparentemente tan leve, he sufrido durante años las más miserables turbaciones. Mi vida está trastornada para siempre jamás.


No voy a entretenerte más tiempo con derrotas y victorias seguidas siempre de las más profundas caídas y pasaré a relatar enseguida un hecho decisivo. Una noche llamaron violentamente a la puerta. La anciana ama de llaves fue a abrir, y un hombre de rostro cobrizo y ricamente vestido, aunque a la moda extranjera, y con un gran puñal, apareció en el umbral a la luz del farol de Bárbara. La primera impresión de ésta fue de miedo, pero el hombre la tranquilizó diciéndole que necesitaba verme enseguida para algo relacionado con mi ministerio. Bárbara lo hizo subir. Yo ya iba a acostarme. El hombre me dijo que su señora, una gran dama, estaba a punto de morir y deseaba un sacerdote. Le respondí que estaba dispuesto a acompañarlo; cogí lo necesario para la Extremaunción y bajé a toda prisa. En la puerta resoplaban de impaciencia dos caballos negros como la noche, y de su pecho emanaban oleadas de humo. Me sujetó el estribo y me ayudó a montar uno de ellos, después se montó en el otro, apoyando solamente una mano en la silla. Apretó las rodillas y soltó las riendas de su caballo, que salió como una flecha. El mío, cuya brida también sujetaba él, se puso al galope y se mantuvo a la par que el suyo. Bajo nuestro insaciable galope, la tierra desaparecía gris y rayada, y las negras siluetas de los árboles huían como un ejército derrotado. Atravesamos un sombrío bosque tan oscuro y glacial que un escalofrío de supersticioso terror me recorrió el cuerpo. La estela de chispas que las herraduras de nuestros caballos producían en las piedras dejaba a nuestro paso un reguero de fuego, y si alguien nos hubiera visto a esta hora de la noche, nos habría tomado a mi guía y a mí por dos espectros cabalgando en una pesadilla. De cuando en cuando, fuegos fatuos se cruzaban en el camino, y las cornejas piaban lastimeras en la espesura del bosque, donde a lo lejos brillaban los ojos fosforescentes de algún gato salvaje. La crin de los caballos se enmarañaba cada vez más, el sudor corría por sus flancos y resoplaban jadeantes. Cuando el escudero los veía desfallecer emitía un grito gutural sobrehumano, y la carrera se reanudaba con furia. Finalmente se detuvo el torbellino. Una sombra negra salpicada de luces se alzó súbitamente ante nosotros; las pisadas de nuestras cabalgaduras se hicieron más ruidosas en el suelo de hierro, y entramos bajo una bóveda que abría sus fauces entre dos torres enormes. En el castillo reinaba una gran agitación; los criados, provistos de antorchas, atravesaban los patios, y las luces subían y bajaban de un piso a otro. Pude ver confusamente formas arquitectónicas inmensas, columnas, arcos, escalinatas y balaustradas, todo un lujo de construcción regia y fantástica. Un paje negro en quien reconocí enseguida al que me había dado el mensaje de Clarimonda, vino a ayudarme a bajar del caballo, y un mayordomo vestido de terciopelo negro con una cadena de oro en el cuello y un bastón de marfil avanzó hacia mí. Dos lágrimas cayeron de sus ojos y rodaron por sus mejillas hasta su barba blanca.


-¡Demasiado tarde, padre! -dijo bajando la cabeza-, ¡demasiado tarde!, pero ya que no pudo salvar su alma, venga a velar su pobre cuerpo.


Me tomó del brazo y me condujo a la sala fúnebre; mi llanto era tan copioso como el suyo, pues acababa de comprender que la muerta no era otra sino Clarimonda, tanto y tan locamente amada. Había un reclinatorio junto al lecho; una llama azul, que revoloteaba en una pátera de bronce, iluminaba toda la habitación con una luz débil e incierta, y hacía pestañear en la sombra la arista de algún mueble o de una cornisa. Sobre la mesa en una urna labrada, yacía una rosa blanca marchita, cuyos pétalos, salvo uno que se mantenía aún, habían caído junto al vaso, como lágrimas perfumadas; un roto antifaz negro, un abanico, disfraces de todo tipo se encontraban esparcidos por los sillones, y hacían pensar que la muerte se había presentado de improviso y sin anunciarse en esta suntuosa mansión. Me arrodillé, sin atreverme a dirigir la mirada al lecho, y empecé a recitar salmos con gran fervor, dando gracias a Dios por haber interpuesto la tumba entre el pensamiento de esa mujer y yo, para así poder incluir en mis oraciones su nombre santificado desde ahora. Pero, poco a poco, se fue debilitando este impulso, y caí en un estado de ensoñación. Esta estancia no tenía el aspecto de una cámara mortuoria. Contrariamente al aire fétido y cadavérico que estaba acostumbrado a respirar en los velatorios, un vaho lánguido de esencias orientales, no sé qué aroma de mujer, flotaba suavemente en la tibia atmósfera. Aquel pálido resplandor se asemejaba más a una media luz buscada para la voluptuosidad que al reflejo amarillo de la llama que tiembla junto a los cadáveres. Recordaba el extraño azar que me había devuelto a Clarimonda en el instante en que la perdía para siempre y un suspiro nostálgico escapó de mi pecho. Me pareció oír suspirar a mi espalda y me volví sin querer. Era el eco. Gracias a este movimiento mis ojos cayeron sobre el lecho de muerte que hasta entonces habían evitado. Las cortinas de damasco rojo estampadas, recogidas con entorchados de oro, dejaban ver a la muerta acostada con las manos juntas sobre el pecho. Estaba cubierta por un velo de lino de un blanco resplandeciente que resaltaba aún más gracias al púrpura del cortinaje, de una finura tal que no ocultaba lo más mínimo la encantadora forma de su cuerpo y dejaba ver sus bellas líneas ondulantes como el cuello de un cisne que ni siquiera la muerte había podido entumecer. Se hubiera creído una estatua de alabastro realizada por un hábil escultor para la tumba de una reina, o una doncella dormida sobre la que hubiera nevado.


No podía contenerme; el aire de esta alcoba me embriagaba, el olor febril de rosa medio marchita me subía al cerebro, me puse a recorrer la habitación deteniéndome ante cada columna del lecho para observar el grácil cuerpo difunto bajo la transparencia del sudario. Extraños pensamientos me atravesaban el alma. Me imaginaba que no estaba realmente muerta y que no era más que una ficción ideada para atraerme a su castillo y así confesarme su amor. Por un momento creí ver que movía su pie en la blancura de los velos y se alteraban los pliegues de su sudario. Luego me decía a mí mismo: "¿acaso es Clarimonda? ¿Qué pruebas tengo? El paje negro puede haber pasado al servicio de otra mujer. Debo estar loco para desconsolarme y turbarme de este modo". Pero mi corazón contestaba: "es ella, claro que es ella". Me acerqué al lecho y miré aún más atentamente al objeto de mi incertidumbre. Debo confesaros que tal perfección de formas, aunque purificadas y santificadas por la sombra de la muerte, me turbaban voluptuosamente, y su reposado aspecto se parecía tanto a un sueño que uno podría haberse engañado. Olvidé que había venido para realizar un oficio fúnebre y me imaginaba entrando como un joven esposo en la alcoba de la novia que oculta su rostro por pudor y no quiere dejarse ver. Afligido de dolor, loco de alegría, estremecido de temor y placer me incliné sobre ella y cogí el borde del velo; lo levanté lentamente, conteniendo la respiración para no despertarla.


Mis venas palpitaban con tal fuerza que las sentía silbar en mis sienes, y mi frente estaba sudorosa como si hubiese levantado una lápida de mármol. Era en efecto la misma Clarimonda que había visto en la iglesia el día de mi ordenación; tenía el mismo encanto, y la muerte parecía en ella una coquetería más. La palidez de sus mejillas, el rosa tenue de sus labios, sus largas pestañas dibujando una sombra en esta blancura le otorgaban una expresión de castidad melancólica y de sufrimiento pensativo de una inefable seducción. Sus largos cabellos sueltos, entre los que aún había enredadas florecillas azules, almohadillaban su cabeza y ocultaban con sus bucles la desnudez de sus hombros; sus bellas manos, más puras y diáfanas que las hostias, estaban cruzadas en actitud de piadoso reposo y de tácita oración, y esto compensaba la seducción que hubiera podido provocar, incluso en la muerte, la exquisita redondez y el suave marfil de sus brazos desnudos que aún conservaban los brazaletes de perlas. Permanecí largo tiempo absorto en una muda contemplación, y cuanto más la miraba menos podía creer que la vida hubiera abandonado para siempre aquel hermoso cuerpo.


No sé si fue una ilusión o el reflejo de la lámpara, pero hubiera creído que la sangre corría de nuevo bajo esta palidez mate; sin embargo, ella permanecía inmóvil. Toqué ligeramente su brazo; estaba frío, pero no más frío que su mano el día en que rozó la mía en el eco de la iglesia. Incliné de nuevo mi rostro sobre el suyo derramando en sus mejillas el tibio rocío de mis lágrimas. ¡Oh, qué amargo sentimiento de desesperación y de impotencia! ¡Qué agonía de vigilia! Hubiera querido poder juntar mi vida para dársela y soplar sobre su helado despojo la llama que me devoraba. La noche avanzaba, y al sentir acercarse el momento de la separación eterna no pude negarme la triste y sublime dulzura de besar los labios muertos de quien había sido dueña de todo mi amor. ¡Oh prodigio!, una suave respiración se unió a la mía, y la boca de Clarimonda respondió a la presión de mi boca: sus ojos se abrieron y recuperaron un poco de brillo, suspiró y, descruzando los brazos, rodeó mi cuello en un arrebato indescriptible.


-¡Ah, eres tú Romualdo! -dijo con una voz lánguida y suave como las últimas vibraciones de un arpa-; ¿qué haces? Te esperé tanto tiempo que he muerto; pero ahora estamos prometidos, podré verte e ir a tu casa. ¡Adiós Romualdo, adiós! Te amo, es todo cuanto quería decirte, te debo la vida que me has devuelto en un minuto con tu beso. Hasta pronto.
Su cabeza cayó hacia atrás, pero sus brazos aún me rodeaban, como reteniéndome. Un golpe furioso de viento derribó la ventana y entró en la habitación; el último pétalo de la rosa blanca palpitó como un ala durante unos instantes en el extremo del tallo para arrancarse luego y volar a través de la ventana abierta, llevándose el alma de Clarimonda. La lámpara se apagó y caí desvanecido en el seno de la hermosa muerta.
Cuando desperté estaba acostado en mi cama, en la habitación de la casa parroquial, y el viejo perro del anciano cura lamía mi mano que colgaba fuera de la manta. Bárbara se movía por la habitación con un temblor senil, abriendo y cerrando cajones, removiendo los brebajes de los vasos. Al verme abrir los ojos, la anciana gritó de alegría, el perro ladró y movió el rabo, pero me encontraba tan débil que no pude articular palabra ni hacer el más mínimo movimiento. Supe después que estuve así tres días, sin dar otro signo de vida que una respiración casi imperceptible. Estos días no cuentan en mi vida, no sé dónde estuvo mi espíritu durante este tiempo, no guardé recuerdo alguno. Bárbara me contó que el mismo hombre de rostro cobrizo que había venido a buscarme por la noche, me había traído a la mañana siguiente en una litera cerrada, y se había vuelto a marchar inmediatamente. En cuanto recuperé la memoria examiné todos los detalles de aquella noche fatídica. Pensé que había sido el juego de una mágica ilusión; pero hechos reales y palpables tiraban por tierra esta suposición. No podía pensar que era un sueño, pues Bárbara había visto como yo al hombre de los caballos negros y describía con exactitud su vestimenta y compostura. Sin embargo, nadie conocía en los alrededores un castillo que se ajustara a la descripción de aquel en donde había encontrado a Clarimonde.
Una mañana apareció el padre Serapion. Bárbara le había hecho saber que estaba enfermo y acudió rápidamente. Si bien tanta diligencia demostraba afecto e interés por mi persona, no me complació como debía. El padre Serapion tenía en la mirada un aire penetrante e inquisidor que me incomodaba. Me sentía confuso y culpable ante él, pues había descubierto mi profunda turbación, y temía su clarividencia.


Mientras me preguntaba por mi salud con un tono melosamente hipócrita, clavaba en mí sus pupilas amarillas de león, y hundía su mirada como una sonda en mi alma. Después se interesó por la forma en que llevaba la parroquia, si estaba a gusto, a qué dedicaba el tiempo que el ministerio me dejaba libre, si había trabado amistad con las gentes del lugar, cuáles eran mis lecturas favoritas y mil detalles parecidos. Yo le contestaba con la mayor brevedad, e incluso él mismo pasaba a otro tema sin esperar a que hubiera terminado. Esta charla no tenía, por supuesto, nada que ver con lo que él quería decirme. Así que, sin ningún preámbulo y como si se tratara de una noticia recordada de pronto y que temiera olvidar, me dijo con voz clara y vibrante que sonó en mi oído como las trompetas del juicio final:


-La cortesana Clarimonde ha muerto recientemente tras una orgía que duró ocho días y ocho noches. Fue algo infernalmente espléndido. Se repitió la abominación de los banquetes de Baltasar y Cleopatra. ¡En qué siglo vivimos, Dios mío! Los convidados fueron servidos por esclavos de piel oscura que hablaban una lengua desconocida; en mi opinión, auténticos demonios; la librea del de menor rango hubiera vestido de gala a un emperador. Sobre Clarimonde se han contado muchas historias extraordinarias en estos tiempos, y todos sus amantes tuvieron un final miserable o violento. Se ha dicho que era una mujer vampiro, pero yo creo que se trata del mismísimo Belcebú.


Calló, y me miró más fijamente aún para observar el efecto que me causaban sus palabras. No pude evitar estremecerme al oír nombrar a Clarimonde, y, la noticia de su muerte, además del dolor que me causaba por su extraña coincidencia con la escena nocturna de que fui testigo, me produjo una turbación y un escalofrío que se manifestó en mi rostro a pesar de que hice lo posible por contenerme. Serapion me lanzó una mirada inquieta y severa, luego añadió:


-Hijo mío, debo advertirte, has dado un paso hacia el abismo, cuidado de no caer en él. Satanás tiene las garras largas, y las tumbas no siempre son de fiar. La losa de Clarimonde debió ser sellada tres veces, pues, por lo que se dice, no es la primera que ha muerto. Que Dios te guarde, Romualdo.


Serapion dijo estas palabras y se dirigió lentamente hacia la puerta. No volví a verlo, pues partió hacia S** inmediatamente después.
Me había recuperado por completo y volvía a mis tareas cotidianas. El recuerdo de Clarimonda y las palabras del anciano padre estaban presentes en mi memoria; sin embargo, ningún extraño suceso había ratificado hasta ahora las fúnebres predicciones de Serapion, y empecé a creer que mis temores y mi terror eran exagerados. Pero una noche tuve un sueño. Apenas me había quedado dormido cuando oí descorrer las cortinas de mi lecho y el ruido de las anillas en la barra sonó estrepitosamente; me incorporé de golpe sobre los codos y vi ante mí una sombra de mujer. Enseguida reconocí a Clarimonde. Sostenía una lamparita como las que se depositan en las tumbas, cuyo resplandor daba a sus dedos afilados una transparencia rosa que se difuminaba insensiblemente hasta la blancura opaca y rosa de su brazo desnudo. Su única ropa era el sudario de lino que la cubría en su lecho de muerte, y sujetaba sus pliegues en el pecho, como avergonzándose de estar casi desnuda, pero su manita no bastaba, y como era tan blanca, el color del tejido se confundía con el de su carne a la pálida luz de la lámpara. Envuelta en una tela tan fina que traicionaba todas sus formas, parecía una estatua de mármol de una bañista antigua y no una mujer viva. Muerta o viva, estatua o mujer, sombra o cuerpo, su belleza siempre era la misma; tan sólo el verde brillo de sus pupilas estaba un poco apagado, y su boca, antes bermeja, sólo era de un rosa pálido y tierno semejante al de sus mejillas. Las florecillas azules que vi en sus cabellos se habían secado por completo y habían perdido todos sus pétalos; pero estaba encantadora, tanto que, a pesar de lo extraño de la aventura y del modo inexplicable en que había entrado en mi habitación, no sentí temor ni por un instante.


Dejó la lámpara sobre la mesilla y se sentó a los pies de mi cama; después, inclinándose sobre mí, me dijo con esa voz argentina y aterciopelada, que sólo le he oído a ella:


-Me he hecho esperar, querido Romualdo, y sin duda habrás pensado que te había olvidado. Pero vengo de muy lejos, de un lugar del que nadie ha vuelto aún; no hay ni luna ni sol en el país de donde procedo; sólo hay espacio y sombra, no hay camino, ni senderos; no hay tierra para caminar, ni aire para volar y, sin embargo, heme aquí, pues el amor es más fuerte que la muerte y acabará por vencerla. ¡Ay!, he visto en mi viaje rostros lúgubres y cosas terribles. Mi alma ha tenido que luchar tanto para, una vez vuelta a este mundo, encontrar su cuerpo y poseerlo de nuevo... ¡Cuánta fuerza necesité para levantar la lápida que me cubría! Mira las palmas de mis manos lastimadas. ¡Bésalas para curarlas, amor mío! -me acercó a la boca sus manos, las besé mil veces, y ella me miraba hacer con una sonrisa de inefable placer.


Confieso para mi vergüenza que había olvidado por completo las advertencias del padre Serapion y el carácter sagrado que me revestía. Había sucumbido sin oponer resistencia, y al primer asalto. Ni siquiera intenté alejar de mí la tentación; la frescura de la piel de Clarimonde penetraba la mía y sentía estremecerse mi cuerpo de manera voluptuosa. ¡Mi pobre niña! A pesar de todo lo que vi, aún me cuesta creer que fuera un demonio: no lo parecía desde luego, y jamás Satanás ocultó mejor sus garras y sus cuernos. Había recogido sus piernas sobre los talones y, acurrucada en la cama, adoptó un aire de coquetería indolente. Cada cierto tiempo acariciaba mis cabellos y con sus manos formaba rizos como ensayando nuevos peinados. Yo me dejaba hacer con la más culpable complacencia y ella añadía a la escena un adorable parloteo. Es curioso el hecho de que yo no me sorprendiera ante tal aventura y, dada la facilidad que tienen nuestros ojos para considerar con normalidad los más extraños acontecimientos, la situación me pareció de lo más natural.
-Te amaba mucho antes de haberte visto, querido Romualdo, te buscaba por todas partes. Tú eras mi sueño y me fijé en ti en la iglesia, en el fatal momento; me dije: ¡es él! y te lancé una mirada con todo el amor que había tenido, tenía y tendría por ti. Fue una mirada capaz de condenar a un cardenal, de poner de rodillas a mis pies a un rey ante su corte. Tú permaneciste impasible y preferiste a tu Dios. ¡Ah, cuán celosa estoy de tu Dios al que has amado y amas aún más que a mí!


"¡Desdichada, desdichada de mí!, jamás tu corazón será para mí sola, para mí, a quien resucitaste con un beso, para mí, Clarimonde la muerta, que forzó por tu causa las puertas de la tumba y viene a consagrarte su vida; recobrada para hacerte feliz."
Estas palabras iban acompañadas de caricias delirantes que aturdieron mis sentidos y mi razón hasta el punto de no temer proferir para contentarla una espantosa blasfemia y decirle que la amaba tanto como a Dios.


Sus pupilas se reavivaron y brillaron como crisopacios:
-¡Es cierto, es cierto!, ¡tanto como a Dios! -dijo rodeándome con sus brazos-. Si es así, vendrás conmigo, me seguirás donde yo quiera. Te quitarás ese horrible traje negro. Serás el más orgulloso y envidiable de los caballeros, serás mi amante. Ser el amante confeso de Clarimonde, que llegó a rechazar a un papa, es algo hermoso. ¡Ah, llevaremos una vida feliz, una dorada existencia! ¿Cuándo partimos, caballero?
-¡Mañana!, ¡mañana! -gritaba en mi delirio.


-Mañana, sea -contestó-. Tendré tiempo de cambiar de ropa, porque ésta es demasiado ligera y no sirve para ir de viaje. Además tengo que avisar a la gente que me cree realmente muerta y me llora. Dinero, trajes, coches, todo estará dispuesto, vendré a buscarte a esta misma hora. Adiós, corazón -rozó mi frente con sus labios.


La lámpara se apagó, se corrieron las cortinas y no vi nada más; un sueño de plomo se apoderó de mí hasta la mañana siguiente. Desperté más tarde que de costumbre, y el recuerdo de tan extraña visión me tuvo todo el día en un estado de agitación; terminé por convencerme de que había sido fruto de mi acalorada imaginación. Pero, sin embargo, las sensaciones fueron tan vivas que costaba creer que no hubieran sido reales, y me fui a dormir no sin cierto temor por lo que iba a suceder, después de pedir a Dios que alejara de mí los malos pensamientos y protegiera la castidad de mi sueño.


Enseguida me dormí profundamente, y mi sueño continuó. Las cortinas se corrieron y vi a Clarimonde, no como la primera vez, pálida en su pálido sudario y con las violetas de la muerte en sus mejillas, sino alegre, decidida y dispuesta, con un magnífico traje de terciopelo verde adornado con cordones de oro y recogido a un lado para dejar ver una falda de satén. Sus rubios cabellos caían en tirabuzones de un amplio sombrero de fieltro negro cargado de plumas blancas colocadas caprichosamente, y llevaba en la mano una fusta rematada en oro. Me dio un toque suavemente diciendo:


-Y bien, dormilón, ¿así es como haces tus preparativos? Pensaba encontrarte de pie. Levántate, que no tenemos tiempo que perder -salté de la cama-. Anda, vístete y vámonos -me dijo señalándome un paquete que había traído-; los caballos se aburren y roen su freno en la puerta. Deberíamos estar ya a diez leguas de aquí.


Me vestí enseguida, ella me tendía la ropa riéndose a carcajadas con mi torpeza y explicándome su uso cuando me equivocaba. Me arregló los cabellos y cuando estaba listo me ofreció un espejo de bolsillo de cristal de Venecia con filigranas de plata diciendo:


-¿Cómo te ves?, ¿me tomarás a tu servicio como mayordomo?
Yo no era el mismo y no me reconocí. Mi imagen era tan distinta como lo son un bloque de piedra y una escultura terminada. Mi antigua figura no parecía ser sino el torpe esbozo de lo que el espejo reflejaba. Era hermoso y me estremecí de vanidad por esta metamorfosis. Las elegantes ropas y el traje bordado me convertían en otra persona y me asombraba el poder de unas varas de tela cortadas con buen gusto. El porte del traje penetraba mi piel, y al cabo de diez minutos había adquirido ya un cierto aire de vanidad.


Di unas vueltas por la habitación para manejarme con soltura. Clarimonde me miraba con maternal complacencia y parecía contenta con su obra.


-Ya está bien de chiquilladas, en marcha, querido Romualdo. Vamos lejos, y así no llegaremos nunca -me tomó de la mano y salimos. Las puertas se abrían a su paso apenas las tocaba, y pasamos junto al perro sin despertarlo.


En la puerta estaba Margheritone, el escudero que ya conocía; sujetaba la brida de tres caballos negros como los anteriores, uno para mí, otro para él y otro para Clarimonde. Debían ser caballos bereberes de España, nacidos de yeguas fecundadas por el Céfiro, pues corrían tanto como el viento, y la luna, que había salido con nosotros para iluminarnos, rodaba por el cielo como una rueda soltada de su carro; la veíamos a nuestra derecha, saltando de árbol en árbol y perdiendo el aliento por correr tras nosotros. Pronto aparecimos en una llanura donde, junto a un bosquecillo, nos esperaba un coche con cuatro vigorosos caballos; subimos y el cochero les hizo galopar de una forma insensata, Mi brazo rodeaba el talle de Clarimonde y estrechaba una de sus manos; ella apoyaba su cabeza en mi hombro y podía sentir el roce de su cuello semidesnudo en mi brazo. Jamás había sido tan feliz. Me había olvidado de todo y no recordaba mejor el hecho de haber sido cura que lo que sentí en el vientre de mi madre, tal era la fascinación que el espíritu maligno ejercía en mí. A partir de esa noche, mi naturaleza se desdobló y hubo en mí dos hombres que no se conocían uno a otro. Tan pronto me creía un sacerdote que cada noche soñaba que era caballero, como un caballero que soñaba ser sacerdote. No podía distinguir el sueño de la vigilia y no sabía dónde empezaba la realidad ni dónde terminaba la ilusión. El joven vanidoso y libertino se burlaba del sacerdote, y el sacerdote detestaba la vida disoluta del joven noble. La vida bicéfala que llevaba podría describirse como dos espirales enmarañadas que no llegan a tocarse nunca. A pesar de lo extraño que parezca no creo haber rozado en momento alguno la locura. Tuve siempre muy clara la percepción de mis dos existencias. Sólo había un hecho absurdo que no me podía explicar: era que el sentimiento de la misma identidad perteneciera a dos hombres tan diferentes. Era una anomalía que ignoraba ya fuera mientras me creía cura del pueblo C**, ya como il signor Romualdo, amante titular de Clarimonde.


El caso es que me encontraba - o creía encontrarme- en Venecia; aún no he podido aclarar lo que había de ilusión y de real en tan extraña aventura. Vivíamos en un gran palacio de mármol en el Canaleio, con frescos y estatuas, y dos Ticianos de la mejor época en el dormitorio de Clarimonde: era un palacio digno de un rey. Cada uno de nosotros tenía su góndola y su barcarola con nuestro escudo, sala de música y nuestro poeta. Clarimonde entendía la vida a lo grande y había algo de Cleopatra en su forma de ser. Por mi parte, llevaba un tren de vida digno del hijo de un príncipe, y era tan conocido como si perteneciera a la familia de uno de los doce apóstoles o de los cuatro evangelistas de la serenísima república. No hubiera cedido el paso ni al mismo dux, y creo que desde Satán, caído del cielo, nadie fue más insolente y orgulloso que yo. Iba al Ridotto y jugaba de manera infernal. Me mezclaba con la más alta sociedad del mundo, con hijos de familias arruinadas, con mujeres de teatro, con estafadores, parásitos y espadachines. A pesar de mi vida disipada, permanecía fiel a Clarimonde. La amaba locamente. Ella habría estimulado a la misma saciedad, y habría hecho estable la inconstancia. Tener a Clarimonde era tener cien amantes, era poseer a todas las mujeres por tan mudable, cambiante y diferente de ella misma que era: un verdadero camaleón. Me hacía cometer con ella la infidelidad que hubiera cometido con otras, adoptando el carácter, el porte y la belleza de la mujer que parecía gustarme. Me devolvía mi amor centuplicado, y en vano jóvenes patricios e incluso miembros del Consejo de los Diez le hicieron las mejores proposiciones. Un Foscari llegó a proponerle matrimonio; rechazó a todos. Tenía oro suficiente; sólo quería amor, un amor joven, puro, despertado por ella y que sería el primero y el último. Hubiera sido completamente feliz de no ser por la pesadilla que volvía cada noche y en la que me creía cura de pueblo mortificándome y haciendo penitencia por los excesos cometidos durante el día. La seguridad que me daba la costumbre de estar a su lado apenas me hacía pensar en la extraña manera en que conocí a Clarimonde. Sin embargo, las palabras del padre Serapión me venían alguna vez a la memoria y no dejaban de inquietarme.


La salud de Clarimonde no era tan buena desde hacía algún tiempo. Su tez se iba apagando día a día. Los médicos que mandaron llamar no entendieron nada y no supieron qué hacer. Prescribieron algún medicamento sin importancia y no volvieron. Pero ella palidecía visiblemente y cada vez estaba más fría. Parecía tan blanca y tan muerta como aquella noche en el castillo desconocido. Me desesperaba ver cómo se marchitaba lentamente. Ella, conmovida por mi dolor, me sonreía dulcemente con la fatal sonrisa de los que saben que van a morir.
Una mañana, me encontraba desayunando en una mesita junto a su lecho, para no separarme de ella ni un minuto, y partiendo una fruta me hice casualmente un corte en un dedo bastante profundo. La sangre, color púrpura, corrió enseguida, y unas gotas salpicaron a Clarimonde. Sus ojos se iluminaron, su rostro adquirió una expresión de alegría feroz y salvaje que no le conocía. Saltó de la cama con una agilidad animal de mono o de gato y se abalanzó sobre mi herida que empezó a chupar con una voluptuosidad indescriptible. Tragaba la sangre a pequeños sorbitos, lentamente, con afectación, como un gourmet que saborea un vino de Jerez o de Siracusa. Entornaba los ojos, y sus verdes pupilas no eran redondas, sino que se habían alargado. Por momentos se detenía para besar mi mano y luego volvía a apretar sus labios contra los labios de la herida para sacar todavía más gotas rojas. Cuando vio que no salía más sangre, se incorporó con los ojos húmedos y brillantes, rosa como una aurora de mayo, satisfecha, su mano estaba tibia y húmeda, estaba más hermosa que nunca y completamente restablecida.


-¡No moriré! ¡No moriré! -decía loca de alegría colgándose de mi cuello-; podré amarte aún más tiempo. Mi vida está en la tuya y todo mi ser proviene de ti. Sólo unas gotas de tu rica y noble sangre, más preciada y eficaz que todos los elixires del mundo, me han devuelto a la vida.


Este hecho me preocupó durante algún tiempo, haciéndome dudar acerca de Clarimonde, y esa misma noche, cuando el sueño me transportó a mi parroquia vi al padre Serapion más taciturno y preocupado que nunca:


-No contento con perder tu alma quieres perder también el cuerpo. ¡Infeliz, en qué trampa has caído!


El tono de sus palabras me afectó profundamente, pero esta impresión se disipó bien pronto, y otros cuidados acabaron por borrarlo de mi memoria. Una noche vi en mi espejo, en cuya posición ella no había reparado, cómo Clarimonde derramaba unos polvos en una copa de vino sazonado que acostumbraba a preparar después de la cena. Tomé la copa y fingí llevármela a los labios dejándola luego sobre un mueble como para apurarla más tarde a placer y, aprovechando un instante en que estaba vuelta de espaldas, vacié su contenido bajo la mesa, luego me retiré a mi habitación y me acosté decidido a no dormirme y ver en qué acababa todo esto. No esperé mucho tiempo, Clarimonde entró en camisón y una vez que se hubo despojado de sus velos se recostó junto a mí. Cuando estuvo segura de que dormía tomó mi brazo desnudo y sacó de entre su pelo un alfiler de oro, murmurando:


-Una gota, sólo una gotita roja, un rubí en la punta de mi aguja... Puesto que aún me amas no moriré... ¡Oh, pobre amor!, beberé tu hermosa sangre de un púrpura brillante. Duerme mi bien, mi dios, mi niño, no te haré ningún daño, sólo tomaré de tu vida lo necesario para que no se apague la mía. Si no te amara tanto me decidiría a buscar otros amantes cuyas venas agotaría, pero desde que te conozco todo el mundo me produce horror. ¡Ah, qué brazo tan hermoso, tan perfecto, tan blanco! Jamás podré pinchar esta venita azul -lloraba mientras decía esto y sentía llover sus lágrimas en mi brazo, que tenía entre sus manos. Finalmente se decidió, me dio un pinchacito y empezó a chupar la sangre que salía. Apenas hubo bebido unas gotas tuvo miedo de debilitarme y aplicó una cinta alrededor de mi brazo después de frotar la herida con un ungüento que la cicatrizó al instante.


Ya no cabía duda. El padre Serapion tenía razón. Pero, a pesar de esta certeza, no podía dejar de amar a Clarimonde y le hubiera dado toda la sangre necesaria para mantener su existencia ficticia. Por otra parte, no tenía qué temer, la mujer respondía del vampiro, y lo que había visto y oído me tranquilizaba. Mis venas estaban colmadas, de forma que tardarían en agotarse y no iba a ser egoísta con mi vida. Me habría abierto el brazo yo mismo diciéndole:


-Bebe, y que mi amor se filtre en tu cuerpo con mi sangre.


Evitaba hacer la más mínima alusión al narcótico y a la escena de la aguja, y vivíamos en una armonía perfecta. Pero mis escrúpulos de sacerdote me atormentaban más que nunca y ya no sabía qué penitencia podía inventar para someter y mortificar mi carne. Aunque todas mis visiones fueran involuntarias y sin mi participación, no me atrevía a tocar a Cristo con unas manos tan impuras y un espíritu mancillado por semejantes excesos reales o soñados. Para evitar caer en semejantes alucinaciones, intentaba no dormir, manteniendo abiertos mis párpados con los dedos, y permanecía de pie apoyado en los muros luchando con todas mis fuerzas contra el sueño. Pero la arena del adormecimiento pesaba en mis ojos, y al ver que mi lucha era inútil dejaba caer mis brazos y, exhausto y sin aliento, dejaba que la corriente me arrastrase hacia la pérfida orilla. Serapion me exhortaba de forma vehemente y me reprochaba con dureza mi debilidad y mi falta de fervor. Un día en que mi agitación era mayor que de ordinario me dijo:


-Sólo hay un remedio para que te desembaraces de esta obsesión, y aunque es una medida extrema la llevaremos a cabo: a grandes males, grandes remedios. Conozco el lugar donde fue enterrada Clarimonde; vamos a desenterrarla para que veas en qué lamentable estado se encuentra el objeto de tu amor. No permitirás que tu alma se pierda por un cadáver inmundo devorado por gusanos y a punto de convertirse en polvo; esto te hará entrar en razón.


Estaba tan cansado de llevar esta doble vida que acepté; deseaba saber de una vez por todas quién era víctima de una ilusión, si el cura o el gentilhombre, y quería acabar con uno o con otro o con los dos, pues mi vida no podía continuar así. El padre Serapion se armó con un pico, una palanca y una linterna y a medianoche nos fuimos al cementerio de** que él conocía perfectamente. Tras acercar la luz a las inscripciones de algunas tumbas, llegamos por fin ante una piedra medio escondida entre grandes hierbas y devorada por musgos y plantas parásitas, donde desciframos el principio de la siguiente inscripción:


Aquí yace Clarimonde Que fue mientras vivió La más bella del mundo.


-Aquí es -dijo Serapion y, dejando en el suelo su linterna, colocó la palanca en el intersticio de la piedra y comenzó a levantarla. La piedra cedió y se puso a trabajar con el pico. Yo le veía hacer más oscuro y silencioso que la noche misma; él, ocupado en tan fúnebre tarea, sudaba copiosamente, jadeaba, y su respiración entrecortada parecía el estertor de un agonizante. Era un espectáculo extraño y, cualquiera que nos hubiera visto desde fuera, nos habría tomado por profanadores y ladrones de sudarios antes que por sacerdotes de Dios. El celo de Serapion tenía algo de duro y salvaje que lo asemejaba más a un demonio que a un apóstol o a un ángel, y sus rasgos austeros recortados por el reflejo de la linterna nada tenían de tranquilizador.


Sentía en mis miembros un sudor glacial, y mis cabellos se erizaban dolorosamente en mi cabeza; en el fondo de mí mismo veía el acto de Serapion como un abominable sacrilegio, y hubiera deseado que del flanco de las sombrías nubes que transcurrían pesadamente sobre nosotros hubiera salido un triángulo de fuego que lo redujera a polvo. Los búhos posados en los cipreses, inquietos por el reflejo de la linterna, venían a golpear sus cristales con sus alas polvorientas, gimiendo lastimosamente; los zorros chillaban a lo lejos y mil ruidos siniestros brotaban del silencio. Finalmente, el pico de Serapion chocó con el ataúd, y los tablones retumbaron con un ruido sordo y sonoro, con ese terrible ruido que produce la nada cuando se la toca; derribó la tapa y vi a Clarimonde, pálida como el mármol, con las manos juntas; su blanco sudario formaba un solo pliegue de la cabeza a los pies. Una gotita roja brillaba como una rosa en la comisura de su boca descolorida. Al verla, Serapion se enfureció:


-¡Ah! ¡Estás aquí demonio, cortesana impúdica, bebedora de sangre y de oro! -y roció de agua bendita el cuerpo y el ataúd sobre el que dibujó una cruz con su hisopo. Tan pronto como el santo roció a la pobre Clarimonde su hermoso cuerpo se convirtió en polvo y no fue más que una mezcla espantosa y deforme de ceniza y de huesos medio calcinado-. He aquí a tu amante, señor Romualdo -dijo el despiadado sacerdote mostrándome los tristes despojos-, ¿irás a pasearte al Lido y a Fusine con esta belleza?
Bajé la cabeza, sólo había ruinas en mi interior. Volví a mi parroquia, y el señor Romualdo, amante de Clarimonde, se separó del pobre cura a quien durante tanto tiempo había hecho tan extraña compañía. Sólo que la noche siguiente volví a ver a Clarimonde, quien me dijo, como la primera vez en el pórtico de la iglesia:


-¡Infeliz! ¡infeliz!, ¿qué has hecho?, ¿por qué has escuchado a ese cura imbécil?, ¿acaso no eras feliz?, ¿y qué te había hecho yo para que violaras mi tumba y pusieras al descubierto las miserias de mi nada? Se ha roto para siempre toda posible comunicación entre nuestras almas y nuestros cuerpos. Adiós, me recordarás -se disipó en el aire como el humo y nunca más volví a verla.


¡Ay de mí! Tenía razón; la he recordado más de una vez y aún la recuerdo. La paz de mi alma fue pagada a buen precio; el amor de Dios no era suficiente para reemplazar al suyo. Y, he aquí, hermano, la historia de mi juventud. No mires jamás a una mujer, y camina siempre con los ojos fijos en tierra, pues, aunque seas casto y sosegado, un solo minuto basta para hacerte perder la eternidad.


jueves, 18 de febrero de 2010